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14.3.10

Philip K. Dick: Un juego de palabras contra la droga y la locura

©1985, Paco Ignacio Taibo II |

Artículo publicado originalmente en el número 15 de la revista Encuentro de la Juventud del CREA, en abril de 1985. Este mismo trabajo, con permiso del propio Taibo, se reprodujo en el primer número de esta Langosta en diskette.

"Un novelista suele llevar constantemente consigo aquello que la mayoría de las mujeres llevan en su bolsa; muchas cosas inútiles, algunos utensilios esenciales y también, para completar el peso, un montón de objetos que pueden situarse entre ambos extremos".
    El autor de esta frase murió hace tres años (en 1985. Hoy suman ya 28 años de aquel suceso -aclaración Langostera), y eso siempre molesta. El que escribe preferiría estar hablando de alguien vivo, o por lo menos de alguien de quien no supiera que el dos de marzo de 1982 murió tras haber sufrido dos ataques cardiacos en un breve lapso de tiempo y cuya última novela no será la próxima, porque no habrá próxima.
    A Philip K. Dick me acerca su coqueteo con la locura y su odio contra el estado policial. Me acerca el haber leído a lo largo de 20 años casi todas sus novelas, con el seguimiento de un aficionado bastante crítico y no casado de entrada con el autor, pero siempre dispuesto a dejar que Dick abriera una nueva puerta o me propusiera una nueva locura.
    De Dick me aleja su coqueteo con la locura, asumido de esa manera tan absoluta que lo llevó a sumergirse en el mundo de la droga durante muchos años, o a estudiar todas las religiones conocidas para poder escribir con solidez y autoridad de ellas. De Dick me aleja el haber leído casi todas sus novelas y el ya no poder leer ninguna otra más.
    Philip K. Dick se fue a los 54 años, tras varios matrimonios fracasados, varias etapas de locura y hospitalización, varios lapsos de tiempo en que su cerebro se encontraba "más lleno de agujeros que un queso gruyere" por el uso de alucinógenos, más de 20 novelas de éxito variado, y muchos, muchos años de soledad y búsqueda de algo inatrapable.
    Dick nació en 1928 en Chicago, de una madre que trabajaba en la censura y un padre reaccionario militante. No es de extrañar que pronto dejara el lugar y pusiera la mayor cantidad de kilómetros entre él y su infancia, instalándose en California donde estudia y ronda, malvive y supervive en el área de Berkeley. Desde los 25 años escribe ciencia ficción y comienza a publicar cuentos casi enseguida en Fantasy and Science Fiction, Planet Stories y Fantastic Universe.
    Tiene 27 años cuando se publica su primera novela Lotería Solar, al año siguiente se conocen otras dos El Tiempo Doblado y Planetas Morales.
    De estilo llano, tramas no excesivamente complejas, una crítica política a la sociedad un tanto inocente, sus primeros libros se incorporan suavemente a las bibliotecas de los seguidores de la Ciencia Ficción.
    Convertido en un escritor profesional es presionado por el macartismo en 1957, pero el hecho de que trabaja en un género como la Ciencia Ficción, casi incomprensible para la mentalidad inquisidora y policiaca, lo mantiene a salvo de las listas negras y las persecuciones, aunque en su cuarta novela Ojo en el Cielo refleja con precisión el paso de la ley por su casa.
    También en 1957 aparece Muñecos Cósmicos. Dick sin ser una de las primeras figuras de la Ciencia Ficción norteamericana, comienza a ser una presencia de sorprendente regularidad en el gusto de los lectores, sus libros aparecen publicados en francés y en español.
    Sin embargo, no va por ahí la cosa. Entre 1954 y 1959 ha escrito una serie de novelas experimentales que son rechazadas por los editores.
    En 59 y 60 aparecen otras tres novelas de Ciencia Ficción: Time out of Joint, Dr. Futurity y Vulcan's Hammer. Aquí se acaba la etapa hiperproductiva del autor. Una crisis matrimonial y el desajuste entre lo que quisiera escribir (y quién sabe qué sea), lo que escribe "en serio" (y nadie le publica), y lo que escribe en Ciencia Ficción (y tiene éxito aunque no lo convenza demasiado), lo desgarra.
    En 62, con un nuevo matrimonio a cuestas que no resulta demasiado satisfactorio, comienza a jugar con la Ciencia Ficción y escribe ayudado por el I Ching, un libro brillante: El Hombre en el Castillo, una novela de política ficción situada en una Norteamérica en la cual los japoneses se pasean triunfantes tras haber ganado la Segunda Guerra Mundial.
    La novela le da el éxito en el ámbito de la Ciencia Ficción y conquista para el autor el premio Hugo y millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
    Así se reinicia su carrera, ahora con la ayuda de las anfetaminas, que ha descubierto en una de sus crisis depresivas. Produce entre otras obras: Torneo Mortal, Tiempo de Marte, La Penúltima Verdad y una novela muy bien armada Los Simulacros.
    Los temas favoritos de Dick comienzan a perfilarse con claridad: alucinógenos, dobles realidades, mundos paralelos, sociedades cercadas en cuya cúpula habitan monstruos, intrigas generadas por el poder para mantener al pueblo idiotizado, colonias estelares masacradas por la rutina y el hastío, al haberse llevado los humanos con ellos toda su incapacidad para regenerar la vida, estados policiacos, mundos históricos paralelos, contacto con los muertos.
    En 65 logra una nueva aproximación al premio Hugo por Los Tres Estigmas de Palmer Eldrich, y otra buena novela Dr. Blood Money, sobre el pánico nuclear.
    En los siguientes años da a conocer: Zap Gun, Ubik, Mundo contra Reloj, ¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? (en el cine Blade Runner), y Gestarescala.
    A fines de los 60, la droga comienza a minar seriamente su salud, ha probado todo tipo de alucinógenos, ha escrito varias de sus novelas parcialmente drogado, se ha visto obligado a reescribirlas, su producción es muy irregular, sufre crisis depresivas.
    En un excelente artículo dedicado a la memoria de Dick en la revista española Nueva Dimensión (del que he tomado la mayoría de los datos biográficos del autor), Juan Carlos Planells narra:
    "La decadencia de Dick empieza ese año de 1970. Abandonado otra vez por su nueva mujer, abandonado también por sus amantes ocasionales, casi sin dinero, con su casa permanentemente invadida por extraños personajes que campean allí por sus respetos y se llevan cuanto se les antoja, Dick cae en una profunda crisis y decide abandonar la literatura por segunda vez. Contribuye a ello el tener que prescindir de las anfetaminas y demás estimulantes que le mantenían en continua producción en los años anteriores (...); en noviembre de 1971, al regresar a su casa de San Rafael encontró que una bomba había estallado destrozándola. La policía no se interesa particularmente por el atentado y se limitan a aconsejarle que cambie de aires por una temporada. Al mismo tiempo Dick recibe varios avisos anónimos y llamadas notificándole que le matarán allí donde se encuentre".
    El mundo paranoico de sus novelas ha invadido la realidad. Dick se refugia en casa de otro escritor de Ciencia Ficción y luego ingresa en una clínica para desintoxicarse, aunque tiene una pancreatitis ganada, lesión permanente que lo marca y condiciona. De estas tremendas experiencias nacen dos de las más brillantes novelas de la Ciencia Ficción contemporánea: Una Mirada a la Oscuridad y Fluyan mis Lágrimas, dijo el Policía.
    En ambos libros están marcadas las tremendas experiencias de Dick en esos años y dos de sus eternos materiales: el mundo de las drogas y el superestado policial.
    Una Mirada a la Oscuridad lleva un dramático epílogo donde el libro es dedicado a un grupo de amigos de Dick, siete de ellos fallecidos, cuatro con lesiones cerebrales permanentes y tres con diversas lesiones producto del uso de la droga. Dick describe su novela no como un producto "moralizante" ni como una "visión burguesa" sino como una denuncia del "enemigo", la droga, un juego sin salida que llevaba a la muerte.
Fluyan mis Lágrimas, dijo el Policía, se concentra en la denuncia del estado policial. Acorde a la posición del autor expresada en una conferencia en los siguientes términos:
    "La idea que se aferró a mi hace 27 años y que nunca me ha soltado, es ésta: toda sociedad en la que la gente interfiere con la vida privada de los demás no es una buena sociedad; todo Estado en que el gobierno "sabe más que usted", es un estado que debe ser derribado. Ya sea una teocracia, un estado corporativo fascista o un capitalismo monopolista reaccionario o incluso un socialismo centralizante".
    A mediados de los 70, produce otras dos novelas: Sivaini y The Divine Invasion, de nuevo sobre un juego de realidades, con una estructura argumental francamente compleja.
    Leer a Dick es una experiencia extraña y absolutamente diferente. Sus libros son extraordinariamente sugerentes, a ratos dejan la sensación de estar desarmados, mal rematados, deshilvanados. Otras veces la fuerza de la historia conquista al lector. A veces la sensación de que hay una doble mente detrás de la máquina de escribir, o de que se está asistiendo a un fenómeno de seudo-lucidez nos invade. A pesar de estas sensaciones (no se puede dejar de pensar que una buena parte de su producción está escrita en otra dimensión, la alimentada por las alucinaciones), Dick cautiva. Su crítica radical, su extraordinaria imaginación, la calidad de sus diálogos, nos vencen.
    Dick se ha ido cuando había derrotado a su "enemigo", al juego que lo quería matar y que terminó dejando su organismo debilitado. Yo ya no puedo leer otras de sus novelas. Ustedes quizá sí. Esa es la razón de esta nota. Por las librerías de nuestro país circulan algunos de los libros de Philip K. Dick, entre ellas los cinco que a mi juicio son los mejores: La Penúltima Verdad en la serie negra de Martínez Roca No.2, El Hombre en el Castillo editada por Minotauro, ¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas?, con el número 53 de la segunda serie de Nebulae (Edhasa); en la colección blanca de Acervo, Fluyan mis Lágrimas, dijo el Policía y Una Mirada a la Oscuridad.
    Si las encuentran, podríamos olvidarnos de que hace tres años, un doble ataque cardiaco acabó con un organismo cansado por un juego maligno, y dejó a la Ciencia Ficción sin Philip K. Dick.

19.1.10

Un Dulce Sueño

©1995, Gerardo Horacio Porcayo |

Estaba cansado. Harto del rumbo que su vida había seguido.
    Los destellos de múltiples anuncios luminosos, en perpetua órbita sobre la ciudad, sólo lograban recrudecer más sus ánimos. Lo hacían retorcerse, como a la noche misma.
    Trató de abandonar el lecho. La evasión fue imposible. Elizabeth percibió sus movimientos, aferró su brazo izquierdo con cariño y pegó la nariz a su piel, aspirando. ¡Malditas feromonas!, pensó él.
    —Todavía no, baby, plis; Hollywood puede esperar... —ronroneó ella, deshaciéndose en caricias.
    Sintió un asco profundo y virtual. Ninguna parte de su organismo captaba o sintomatizaba esa sensación. Preferiría sentir la bilis subiendo por su tráquea, las contracciones de las arcadas... el vómito derramándose sobre los senos ojivales de la mujer. Unos senos de aureola grande, casi negra, con pequeños cilindros que semejaban antiguos detonadores de impacto. Presionó uno, sumido en el mundo del realismo virtual, y esperó que aquella mujer estallara.
    Y lo hizo. Se arrojó sobre él en una explosión de sensualidad.
    —Sí, Robin, tócalos, hazme tuya otra vez... —su dedo índice acudió a la comisura frontal del ano y se deslizó lentamente por los testículos hasta la base del pene. Los dedos restantes se cerraron sobre una erección instantánea. Pegó la boca al glande, con un hambre genuina e irreal.
    Odiaba esas escenas, sin importar el tipo de observador; una cámara, ojos humanos. Odiaba su respuesta inmediata al estímulo sexual. En algún momento solicitó la extirpación de esa peculiaridad. Sus asesores de imagen argumentaron la negativa. Mil detalles conformaron la tesis; sólo generaría una pérdida de popularidad. Se tragó el coraje, lo conservó hasta alcanzar la comprensión, el hecho llano: esa era la única sensación real que le quedaba, la válvula que permitía desahogar un sin fin de frustraciones o rencores.
    Una válvula sencilla de usar.
    El flujo de sus pensamientos fue interrumpido por los sonidos característicos de la regurgitación. Elizabeth trataba de alejarlo. Miró la situación con total incredulidad. Sus movimientos cesaron. Elizabeth aprovechó el instante para distanciarse y soltar una tos de ahogado.
    La ira inundó su cerebro. Se decodificó en un empujón a Elizabeth. Sus ojos destellaban odio. Era la primera vez que le ocurría algo así.
    Elizabeth, más que enojada o sorprendida parecía apenada.
    —Perdona, Robin... —dijo, aún con esporádicas tosesillas— yo... No es que te rechace, baby, lo que pasa es que lo hundiste demasiado y casi me... me asfixias...
    Robin, Robin, Robin... También odiaba ese maldito nombre.
    —No te enojes con Beth —suplicó—. Beth te ama, Beth es tuya y no quiso ofenderte.
    Palabras a destiempo. La ofensa era un hecho innegable. No importaba la explicación lógica. Algo indefinible roía entrañas indefinibles. Su gama de sensaciones era concisa: enojo, tristeza, ternura... lo indispensable para el desarrollo pleno de sus papeles. Nunca humillación. Su rol en el cine estaba bien delimitado. Un hombre de acción capaz de amar o asesinar con el mismo ardor o frialdad. Un héroe clásico que jamás sería humillado. En todo caso un villano, un ser fantástico con la humillación en apartado inexistente.
    Elizabeth abandonó la cama. Dudó unos segundos, luego, se hincó. Sus manos aferraron los tobillos de Robin. Sus labios acariciaron los pies y articularon disculpas y lamentaciones en una larga letanía de autodegradación.
    El sentimiento empezó a ser controlable. Una idea se apoderó de su cerebro. Debía explorar aquella sensación; provocarla, experimentarla al máximo. ¿Pero cómo? La sensación era totalmente ajena a sus marcos referenciales; no podía reconocer los detonadores. Monitoreó a gran velocidad tramas de sus propias películas, de todo el archivo fílmico contenido en su cabeza. No encontró nada, ninguna pauta de acción.
    Optó por el viejo y conocido juego de ensayo y error, bajo patrones de conducta prototípicos. Asumió papeles en busca de la clave, actuó: Bogart, Eastwood, Pacino, Harrison, Slater, Tarantino, Lebeau, Williamson... Sin éxito.
    Se dio por vencido.
    Una nueva frustración anidaba en su ser. El movimiento mínimo necesario: emprender una tarea decodificadora, de entendimiento en debate dialéctico. Fingió una tierna reconciliación, condujo a Elizabeth al lecho, se tendió junto a ella y, en términos de amigo íntimo, expuso los caminos de su psique.
    Elizabeth lo escuchó atentamente, al principio con el temor de haber cometido un acto irreparable, luego, poco a poco una sonrisa fue tatuando su rostro.
    —No te preocupes, baby; estas cosas suelen ocurrir en la sexualidad. A toda la gente le pasa. Hasta a gente como tú —dijo, su tono maternal, la sonrisilla permanente en esos labios carnosos y extremadamente rojos.
    El sentimiento volvió, contundente. De hecho, fue más allá. Tuvo deseos de aplastar esa boca con un firme y duro puñetazo. Imaginó el estallido de sus labios, los jirones sanguinolentos, remanentes de un globo que acaba de reventar. Otro nuevo sentimiento tomaba forma en su interior. Su memoria rastreó hasta darle un nombre: lástima, conmiseración.
    Trató de ocultarlo, de hundirlo en lo más profundo.
    —Hey, baby, tómalo con calma, disculpa, siempre creí que nada te podía lastimar... tal vez por eso se me va la lengua... —dijo Elizabeth, sin dejar de observar los rasgos de su compañero— En serio, Robin, siempre quise ser como tú. Siempre has sido mi héroe. Desde chica. Cuando me preguntaban qué iba a ser de grande siempre decía, un robot. Y quería decir Robin. Tengo todas tus películas, conozco toda tu carrera, siempre soñé con estos momentos... es decir, con hacer el amor contigo. Hoy es para mí un día glorioso, ¿no lo entiendes? No busco lastimarte... Es más, te confesaré algo. Sentí que era la predestinación... Verás, hasta hace dos meses lo único artificial que llevaba en el cuerpo eran las prótesis de las cirugías estéticas, nada de metal; pero hace tres meses perdí esta pierna, la derecha, y ahora soy casi un cyborg y mi sueño se ha vuelto realidad. No hagas caso de las tonterías de Beth, sólo tómala, hazla toda tuya —concluyó, pasando a la manipulación, al acto sexual.
    Asumió una postura pasiva. Dejó el control en manos de Elizabeth, en la dimensión de su deseo. No sería defraudada. Su eficiencia era perfecta, con o sin deseo virtual. Era necesario, indispensable. Estrategias mercantiles. Más de veinte millonarias, viejas y arrugadas arpías habían estado en su cama y contribuido con créditos a manos llenas en sus empresas fílmicas. De otra manera no hubiera podido permanecer veinte años en la cima. No por la vía legal al menos. Por la otra...
    Elizabeth volvió a sacarlo de sus cavilaciones. Movía las caderas en círculo, dejando que sus senos oscilaran, enfocándolo con unos pezones que semejaban ojos saltados de sus órbitas. Su frente y cabellos llenos de sudor, su boca semiabierta en un rictus de placer, subvocalizando su nombre, gimiéndolo.
    —Oh, Robin... Mjmm... Robin, Robin —un crescendo que saturaba sus sistemas auditivos, su mente. Robin, Robin, Robin... Cómo odiaba ese nombre, en especial ahora, sintiéndose vulnerable, robótico, no omnipotente. Su ego se resquebrajaba, veinte años después del ascenso, de una idolatría constante por parte de su público, aún a sabiendas de su condición de simple androide... Muy al inicio de su carrera no poseía consciencia alguna sobre su importancia. Era sólo un muñeco, apodado Robby, como el viejo robot de El Planeta Olvidado, al que se podía acribillar con todo realismo. Debido a su constitución física, a su software, adquirió tal cartel que los estudios decidieron expandir su programación hasta hacerlo un mecanismo autosuficiente, pensante, sensitivo, perfecto para los papeles más diversos y prototípicos. Hasta degenerar su apodo en un nombre real: Robin.
    Lo dejaron crecer, luego lo mutilaron. Cuando ya era similar en todo aspecto a un ser humano, corrigieron su percepción. Era necesario, para acribillarlo o golpearlo de manera verosímil ante las cámaras. Sólo dejaron completa su sexualidad. Esa que ahora hacía cimbrar a Elizabeth, arrancándole un grito de éxtasis puro.
    La miró sacudirse en los últimos estertores del orgasmo, luego derrumbarse sobre él, llenarlo de sudor, de respiración afanosa, hasta colmar su indignación.
    La tomó de las caderas y la arrojó boca abajo, sin miramientos. No le dio tiempo para protestas. Hizo crecer aún más su erección y atacó.
    Elizabeth pareció deshacerse en un grito. El dolor era insoportable, nunca antes había sido sodomizada.
    Se movió salvajemente, buscando romperla, partirla en dos. No podía observar sus facciones, pero imaginó con detalle las muecas, la sonrisa hiriente transformada en dolor y humillación.
    Y los gritos empezaron a trocar. Ya no protestaba.
    —Sí, Robin, tomame así. Dame más, poséeme como a Rachel McCloud... Ohh... Sí, vampirízame, sé Drácula otra vez... Sé mi vampiro...
    El golpe fue mortal. No perdió la erección porque sus sistemas se lo impedían. El salvajismo disminuyó, estuvo a punto de extinguirse. Sólo un detalle hizo que su ímpetu volviera. Una perspectiva que podía darle la venganza perfecta... en todo caso, la simple venganza.
    —Aún los tengo, ¿sabes? —jadeó al oído de Elizabeth, echando a andar su programa de sensualidad.
    —Mmmj... Sí, Robin, lo sé todo. Clávalos, mi amor. Hazlo...
    Dejó que sus caninos crecieran. Con ellos acarició el cuello, la mejilla, sin romper la piel, buscando. En el lóbulo derecho, se demoró en la estimulación sexual, en el juego vampírico que cobraba las primeras gotas. Sangre corriendo. Trazó caminos paralelos partiendo de la yugular hasta alcanzar la nuca, desgarrando la epidermis, succionando líquido vital. Y todavía subió un poco. Los colmillos detectaron el punto exacto, lo marcaron, antes de crecer con un chasquido metálico que los remitió certeramente al cerebro.
    El cuerpo de Elizabeth se cimbró, sin placer.
    El placer era de Robin. Totalmente. Poseyó a un cuerpo no muerto, con una mente que se vaciaba, se volvía vegetal. Lo poseyó largamente y se permitió el lujo de una eyaculación vasta.
    No fue todo. Su plan apenas comenzaba.
    Era una operación riesgosa que había empleado con la viuda de Motoyama, en busca de unos créditos que se negaba a ceder voluntariamente.
    Ahora buscaba más que eso. También menos. Un placer para sí. Exclusivo, único.
    Acudió a la terminal de la computadora. Sus colmillos no lanzaron ningún chisporroteo al ensamblarse con el puerto de comunicaciones, sólo vaciaron la psique de Elizabeth, completamente, hasta el último bit. Tecleó algunas órdenes y dejó que el procesador se encargara del resto.
    Destapó una botella de champaña para realizar una breve e insípida celebración. Reubicó su mecedora junto al ventanal y permaneció allí, mirando las evoluciones de la urbe hasta entrado el mediodía.
    Era hora.
    Revisó la estructura de memoria. No era perfecta. Huecos, lagunas, plagaban la nueva vida de Elizabeth en la computadora, sumida en una estática similar a los sueños.
    Hizo un chequeo exhaustivo de las conexiones con los periféricos y finalmente moduló su voz hasta obtener los tonos e inflexiones necesarios.
    —Beth... Beth —era la primera vez que usaba el diminutivo—, despierta, ya es muy tarde.
    La pantalla, de alta resolución, mostró la imagen virtual y subjetiva de Elizabeth, estirándose, restregando sus párpados mientras se sentaba en una cama inexistente.
    Luego abrió los ojos.
    Seguía en la cama. Reconoció su cuerpo, pero lo miraba de lejos, en una posición ajena, desconocida. La escena era confusa y su mente no parecía trabajar con efectividad.
    —Algo me pasa... —detuvo sus palabras. Había escuchado un rumor metálico, robótico, no su timbre característico.
    —Todo está bien mi amor —dijo Robin con ternura irónica—, simplemente cumplí otro de tus deseos. Ahora eres como yo... Sin sensaciones reales, atrapada en una máquina, pero no importa, podemos seguirnos amando.
    Fue al lecho y removió el cuerpo para que los glúteos quedasen frente a la cámara que ahora servía de ojos a Elizabeth.
    Y la escena fue muy clara. Sin que Elizabeth lo pidiera, un zoom extremo le reveló la condición de su cuerpo. El ano reventado y lleno de costras, los músculos flácidos.
    —¡No! —gritó y su voz fue un rechinar metálico que le impuso silencio, terror.
    —Hagámoslo otra vez —dijo Robin en una parodia de entusiasmo adolescente. Su miembro creció hasta llenar la totalidad del campo visual de Elizabeth.
    —Esto no es posible... —ecos metálicos que empezaban a dejar de tener importancia, modulaciones de enfoque que aún la mareaban y desorientaban—, esto no está pasando, estoy en una pesadilla, tiene que ser una pesadilla...
    —Es un dulce sueño, chiquita —dijo él y buscó el orificio anal.
    Elizabeth trató de cerrar los ojos.
    No pudo. Tuvo que ver como Robin rompía las costras y se hundía en su recto.
    No cejó. Puso todo su empeño en apretar los párpados y librarse de aquella visión. Fue inútil.
    Ya nunca podría hacerlo.

09.05.1995. 00:15--04:20 Hrs. Xoxoutla

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