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29.9.09

EL TERRITORIO DE LAS SOMBRAS


©1988, Gerardo Horacio Porcayo |

De alguna manera lo supo desde el principio. Fue algo básico, visceral, instintivo; un hueco que lentamente se iba instalando a un costado de su pecho.

    La intuición quedó opacada por aquel caos de sentimientos: la incredulidad inicial, el vejamiento y la vergüenza.

    Las rejas resonaron dignas de una película de alto presupuesto: ecos invadiendo los largos corredores de piedra basta, llenos de salitre, vacío, más barrotes de hierro..

    Él, sólo uno más, un número, un uniforme, una celda no compartida —lo cual, en el primer momento, le pareció perfecto, un atenuante a tanta ignominia—, un camastro en litera, las paredes pintarrajeadas, húmedas; a la izquierda un espejo maltratado, plagado de espacios que ya no reflejaban imagen alguna. La inquietud, aquel hueco en el corazón que le advertía de manera urgente que algo iba mal —como si las cosas fueran bien a estas alturas, pensó mientras trataba de adaptar el estoicismo a su perfil psicológico—. Una ventana inútil que daba a escasos centímetros con otra pared. Una gotera constante en el rincón más oscuro y lleno de humus. Unas ganas de llorar que no se concretaban...

    El abandono.
    Escuchó cómo los pasos de sus custodios se perdían hacia la puerta de salida, hacia la libertad. Tuvo ganas de gritar, de permitir a su músculo cardiaco estallar en esa taquicardia acentuada, en esa angustia que lo poseía, inmovilizándolo, inutilizándolo.

    Se tiró en el camastro inferior, ovillándose, asumiendo de forma inconsciente una posición fetal como medio de defensa contra esa realidad hiriente. Permaneció en esa postura durante más de una hora, observando los graffitis diversos en la pared más cercana.

    La tarde fue llenando la celda de un resplandor rojizo y bochornoso.

    El hueco en su corazón empezó gota a gota a inundarse de un líquido doloroso, desesperante. Se incorporó. Dio varias vueltas en la celda sin dejar de percibir todos aquellos rumores de presos caminando, murmurando, peleando o incluso riendo; todas aquellas señales de vida que durante el día se había empeñado en ignorar.

    La luz natural fue sustituida por escasas y espaciadas lámparas de cien watts, improvisadas a manera de arbotantes. Amarilla, la luz era amarilla y tenue, produciendo sombras confusas en esas celdas mal acondicionadas, carentes de iluminación propia..

    No hubo descanso. Las sombras continuaron ganando territorio.

    No hubo cena. Al menos no para él. A lo lejos escuchó el ruido de pisadas, las conversaciones de un grupo nutrido dirigiéndose al comedor.

    El sentimiento de animal acorralado se acrecentó tanto que pudo identificarlo como tal.

    Volvió a tirarse en el camastro e intentó conciliar el sueño.

    Era su única vía de escape.

    La comezón invadió su cuerpo paulatinamente. Primero los pies, luego las piernas, pasando por el tronco hasta llegar a la cabeza. Dio vueltas intentando olvidar esa molestia, buscando dormir y dejar atrás el martirio... por una noche, al menos por una noche.

    Nuevos rumores, al fondo del corredor, le indicaron el regreso de los presos a sus celdas. Los murmullos continuaron por espacio de media hora, después reinó un silencio espeso, roto esporádicamente por el eco de algún objeto al caer al suelo o por el sonido de un chorro de orina golpeando la bacinica metálica.

    Se puso en pie y caminó hacia las rejas, aferrándolas, tratando de convencerse de que no había ninguna salida, nada que hacer...

    Regresó al camastro, cerró los ojos. Tuvo la impresión de estar cruzando el umbral de la vigilia. Incluso logró pescar un trozo de sueño: su prima, en cuclillas, cortando fresas en el patio trasero, sus dedos suaves recorriéndole la pierna... En algún lugar de su cerebro surgió la conciencia: esas caricias eran reales. De un solo impulso consiguió sentarse, buscando ya al dueño de las manos. Nadie, nadie en absoluto. "Es tu nerviosismo", se dijo a manera de regaño y volvió a bajar los párpados.

    Despertó más tarde, al sentir cómo el camastro se combaba por un peso humano a su lado. Su instinto lo hizo pegar la espalda a la pared. Nada. Buscó en la escasa penumbra y en la pared de la izquierda creyó distinguir un movimiento furtivo. Se incorporó, los vellos erizados, los dedos en puños temblorosos. Un espejo dañado le devolvió su imagen. "¿Ves?, todo es producto de tu imaginación", se consoló a sí mismo.

    La sensación de que alguien lo acechaba se prolongó toda la noche, hasta ya entrada la madrugada. Los primeros rayos del sol parecieron limpiar aquel cuarto de sombras. Para ese entonces ya tenía un dictamen: en definitiva había algo maligno ahí, algo que aprovechó todas y cada una de sus dormitadas para atacarlo de alguna manera: a veces era la cama que parecía cobrar vida e intentaba asfixiarlo, a veces un dedo frío recorriendo su espalda o sólo una extraña fuerza que jugaba con las líneas de su mano...

    Lo que fuera que habitara aquella celda, se percató a la primera de que era eso lo más tormentoso: no soportaba sentir como las líneas del destino se movían, retorciéndose, reptando de su mano y dejándola blanca, limpia, vacía como su vida. Todas las veces que lo experimentó, corrió hacia las rejas, hacia la luz, tratando de evitar la perdida de esas imprescindibles sendas al futuro.

    Durmió casi todo el día. Cuando despertó, un vaso de agua y un plato, que contenía una especie de atole, yacían junto a sus zapatos. No puso reparos al aspecto, ingirió el contenido y volvió a acostarse con la esperanza de despertar hasta el día siguiente.

    El sueño no estuvo dispuesto a complacerlo. Esa noche las sombras lo llamaron por su nombre, la cama tuvo tentáculos que trataron de estrangularlo e, incluso, cuando trató de huir hacia un rincón, le pareció contemplar dos ojos luminosos que lo miraban agresivos, amenazantes...

    La sexta velada fue peor. Las sombras ya no parecían respetar el umbral del sueño, su poder lo había trascendido, manejándolo: se estaba transformado en un sonámbulo de dificil despertar.

    En esa oportunidad, las voces incluyeron su nombre en medio de un conjuro. Pudo verlas en un rincón, trazando sortilegios con el líquido de ese charco que su mente adjudicara a la gotera y que ahora se revelaba como compuesta de sangre...

    Las sombras se desplazaban con movimientos entrecortados, a veces rápidos, otras excesivamente lentos. Entre los pies de los seres, cosas amorfas parecían seguir el ritmo. Reptiles, batracios, quizás gnomos se unían a esa danza demente.

    Los ritos se prolongaron hasta la décimo tercera noche.

    En aquellas siete lunas ajenas, invisibles, vedadas, el horror cobró paulatinamente mayores dimensiones.

    En la octava él rompió su mutismo: en algún un momento los conjuros convocaron a un extraño y gigantesco lobo que se acercó a olfatear su camastro. Él se incorporó y corrió hacia las rejas sólo para encontrarse con otra sorpresa. Ahora estaba preso en una cueva situada en la pared escarpada de algún remoto paraje. El lobo lo seguía.

    Aferró los barrotes en un intento desesperado de huir. Cuando sintió los colmillos hundiéndose en su carne, trató de gritar. Su garganta sólo pudo producir sonidos guturales; de inmediato se percató de su real estadía, descubrió un resquicio y por él escapó de esa pesadilla. Se encontró al lado de la reja, apretando todavía los barrotes, parado, queriendo huir... y aún cuando se supo despierto, siguió intentando gritar hasta lograrlo, hasta atraer a los guardias, esos que antes muy rara vez se presentaran.

    Gritó, todos y cada uno de los días y las noches subsecuentes, olvidando el temor al ridículo, a la vergüenza de confesar su miedo a la oscuridad —no había nada concreto a lo que temer—. Gritó y volvió gritar, pidiendo que lo cambiaran de celda o cuando menos le pusieran un compañero. Nunca fue escuchado.
    En busca de un remedio, permaneció despierto durante dos días y dos noches con la esperanza de que la fatiga exorcizara y venciera todas esas aberraciones. Nada. Nada resultó. Las sombras cada vez eran más amenazantes, más reales, fortaleciéndose, haciendo de sus danzas un delirio vertiginoso.

    Las noches lo estaban acabando.

    El treceavo día se miró al espejo, estaba irreconocible, enjuto, amarillento. Sus ojos ya presentaban el brillo de la locura. Dos bolsas oscuras colgaban bajo ellos...

    El miedo lo atacó en cuanto los primeros rayos del sol se volvieron rojizos. La tenebra llegó lenta pero con toda su carga, con todo su peso. Las sombras eran mucho más densas. Los cánticos inundaron la celda y esta vez pudo observar toda clase de espectros y animales demoniacos ejecutando un rito ancestral de insospechadas consecuencias. Sus danzas superaban todo lo visto en anteriores ocaciones, alcanzando un frenesí extraordinario, uno que parecía multiplicarse geométricamente, conforme en el firmamento iban ascendiendo las estrellas.

    No podía hacer nada. Se acurrucó, como otras veces, en el camastro, buscando en él su atalaya. Trató de hacer caso omiso a las actividades de aquel pueblo oscuro y etéreo.

    Hacía mucho que perdiera el conteo de las horas, pero quizá debido a los mitos o a las tradiciones, le pareció que eran las doce en punto cuando la ventana tapiada cambió su aspecto. Una mancha oscura creció en su centro, siguió extendiéndose, transformándose en lo que parecía un pasadizo infinito, breoso y de paredes irregulares, imposibles... 

    A la tétrica letanía, empezó a unirse un rumor. Primero lejano, impreciso que, poco a poco, fue adquiriendo visos de significado. Pulmones en colapso y llenado. O quizás algo más extraño. Suerte de agallas en aleteo rítmico... Una respiración cavernosa, enfermiza, burbujeante, con emanaciones sulfuricas que empezaron a saturar el lugar.

    Primero llegó la asfixia, ese aire que quemaba sus pulmones. Después vinieron las imágenes a su mente. En loca cascada, en arrebatado flujo. Saltó sobre piernas que flaqueaban, amenazaban con arrojarlo al suelo. Buscó las rejas. El grito murió en su garganta. Tras ellas sólo estaba aquel paraje rocoso que vislumbrara con anterioridad. Su celda era otra vez el interior de una cueva situada en una de esas dos paredes rocosas que conformaban un oscuro y profundo cañón.

    Buscó nuevos resquicios de escape del sueño —tenía que ser un sueño—. Acudió a recetas tradicionales. Las uñas contra su piel. La cabeza estrellada repetidamente contra las barras... El viento de cañada no se extinguió... Tampoco lo que gorgojeaba a sus espaldas en medio de esa música orgánica, tribal, primitiva... Se dejó deslizar hasta el piso, cansado, apabullado por la incompresión y el miedo, sin apartar las manos de esa frialdad metálica y cilíndrica.

    Los cantos, aun cuando ya parecía imposible, alcanzaron un ritmo mayor, demencial, en vorágine absoluta que devoraba los pesados respirares. En proporción a la vertiginosidad, se produjo en él el fenómeno del entendimiento: por primera vez comprendía aquellas plegarias en esa lengua extraña, primigenia.

    Las sombras parecieron darse cuenta de ello. Empezaron a repetir su nombre con mayor vehemencia, con mayor premura.  Los versos de extraña rima dejaron de taladrar sus oídos... Parecían imponer una droga en sus circonvoluciones, a la vez que iban saturándolas con vívidos pasajes, conceptos inscritos en El Libro de Eibon. en La Vera Historia de los Bolcanes de la Nueva España. Conceptos que pese a sus esfuerzos no entendía, ya no debido al desconocimiento del lenguaje sino a lo estrecho de su saber esotérico...

    La danza derivó. Un mar que se rompe. Una nube negra fragmentándose en dos. Las pequeñas figuras se deslizaron hacia su costado, en ese flujo estroboscópico de músculos fantasma, de rostros cambiantes.

    Manos diminutas extendiéndose imperceptibles hacia su piel. Genuflexiones torcidas que parecían restar solemnidad al rito... o agregar una nota más de inconprensibilidad al suceso... Manos deslizándose como serpientes, repeliéndolo como imanes de la misma polaridad.

    Se miró a sí mismo avanzar. Los pasos arritmicos. Atenazados de pronto, elásticos al siguiente segundo. Y las manos... las manos invisibles empujando por detrás, sin tocar... Sólo esa suerte de telesensoría, esa percepción de dientes clavándose en la carne cuando aun el mastín yace tras sus propias rejas... Cuando jamás la carne ha vivido ese momento de dolor... fuera de lo onírico.

    Y mientras se sentía orillado hacia aquel pasadizo, introducido a las primeras órbitas de ese halo maléfico y miasmático, comprendió que todo era una puesta en escena, que todo aquello no era sino parte de ese ritual cruel y macabro.

    Trató de oponer mayor resistencia. De anclar sus plantas a esa parte del suelo. Sus pies sólo cobraron mayor empatía con el ritmo generalizado.

    El primer núcleo de sombras se congregó en círculo abierto, aguardando su llegada. Al centro, una retorcida estructura de piedra resplandecía con luz negra. Copa insolente con cazoleta de aristas irregulares, rotas; de base contrahecha y labrada con excesiva maestría en líneas que su cerebro no era capaz de identificar. Lineas yuxtaponiéndose, avanzando más allá del pétreo material, más allá de las tinieblas.

    Las voces lo cercaron. Adelante y atrás. Cántico uniforme, monótono, transformado en canon:
    "Agol ya despunta
    Agol ya arrastra sus pasos
    a través del podrido pantano del cosmos
    a través de las sórdidas mazmorras de Tezcatlipoca
    de las sendas que las cenizas del Orden han dejado como guía"

    Los versos, al igual que la cadencia, iban en crescendo, exponencializándose a sí mismos.

    Un resplandor rojizo comenzó a iluminar la cueva. Las paredes estaban cubiertas de dibujos rituales hechos con sangre. Dibujos en que reconoció los trazos de aquellos seres que durante tanto tiempo lo mantuvieran en tormento.

    "Atlacánach", corearon las sombras y en el pasadizo se escuchó el rumor de una enorme mole reptando, arrastrándose hacia el umbral de aquel túnel asimétrico. Viscosidad motora, quizás tentáculos aferrando las locas irregularidades de aquel conducto...

    Lo que alcanzó a distinguir, surgiendo apenas del umbral, fue la síntesis de todos sus miedos, el compendio de todos sus terrores, de todas las pesadillas de sí mismo.

    En medio de aquel horror amorfo y burbujeante; en el extremo de esa mole que algo tenía de vermiforme, algo de insecta o molusca; en el extremo último, que perseguía el borde de la pétrea copa, sobre la textura de indiscriptible tacto, de apariencia abombada, se prefiguraba una suerte de rostro en plena metamorfosis. Un rostro de detalles móviles en los que aún pudo distinguir sus propios rasgos.

    El pánico se instaló en sus fueros. Su cuerpo pareció ser sacudido por una serie de órdenes contradictorias, carentes de lógica, rutina... algo conocido.

    Parálisis. Casi absoluta.

    Sus pies continuaron la locomoción mientras las sombras cerraban el círculo tras él, lo abrían en el punto opuesto, justo a tiempo para dejar al ser escurrirse, vomitarse sobre la copa a que él confluía.

    Sus percepciones parecieron alcanzar el punto máximo de elasticidad. Una negrura dominó su visión. Un glaciar pareció decantarse sobre sus deseos de huir hacia el paraje rocoso.

    Sintió la misma desesperación que experimenta una persona abandonada a mitad del océano, sin saber nadar. Poseía la conciencia de su muerte próxima, la asfixia de aquel ambiente que lanzaba zarcillos por cada resquicio de su anatomía, de sus poros mismos.

    "Agol señala el camino en la estepa sin nombre donde
    irascible e inconforme el preso Atlacánach aguarda la
    inmolación de su víctima, elegida entre todas las demás
    elegida bajo las violáceas luces crisálidas de nuestros mayores
    elegida bajo el manto inicuo de la desesperanza hecha débil carne
    En este mundo sin brazos..."

     Corearon las sombras en el mismo momento en que él, habiendo cedido el control de su cuerpo al animal asustado que yacía en un rincón de su cerebro, tomaba el control de sus brazos, de sus puños, los proyectaba hacía las fauces de ese horror incatalogable, en un demente afán de supervivencia...

    Y sus pies robóticos. Y su cuerpo hecho una estatua. Y sus brazos veloces, imparables. Ciegos, como todo él... Como el mismo ser en frente suyo...

    Sintió que un filo hendía sus venas. El dolor fue suficiente, despertó de su sonambulismo.

    El dolor no desapareció. Aumentó por un instante... Mientras caía...

    El espejo roto frente a él. En su mano, un trozo de cristal manchado de sangre. A su alrededor volvía a distinguir las paredes de la celda; sin embargo, como si fuera la proyección de una película sobre una superficie opaca, también distinguía los contornos de aquella caverna cubierta con dibujos rituales...


    Quiso arrastrarse, gritar. Ya no le quedaban fuerzas: una sombra informe, más solida que cualquiera de las otras, se mantenía pegada a la herida en sus venas.

    Sangre que escapa, se pierde entre las grietas del suelo. Sangre sorbida, en la proyección. Bombeada a un lugar más allá de la ventana inútil, más allá de la pared estragada que constituía el único panorama que podía ofrecer...

    Sangre que se escapa con la consciencia.

    Mientras se desvanecía, todavía alcanzó a escuchar un fragmento del cántico:

    "... venido al territorio de las sombras para alimentar
    tu hambre milenaria, Atlacánach de..."

    Y a ver la sonrisa lobuna de un carcelero que, más allá, alejado de las rejas, asentía satisfecho.

    Ni siquiera le quedaba aliento para gritar...

A Mirna y Pilar, por el
insomne Michoacán


A los integrantes del Círculo,
vivos y muertos.

26.9.09

LIBERTAD 3 SUR


©1988, José Luis Zárate | 

Era una casa antigua, de paredes gruesas y jardines muertos en una calle en donde las puertas pesadas de chirrantes goznes eran muchas. Nada distinguía a la Libertad 3 Sur de las otras casas. Excepto un detalle siniestro: no tenía antena de televisión. Nunca se escuchaba música de radio en ese lugar. Nadie veía luces en la noche. Murmullos y chismes. Había un niño de 10, 12, 7, X años que no jugaba en el jardín ni gritaba ni hacía escándalo como otros niños. Una abuela arrugada, seca y silenciosa que iba al mandado sin sonreír nunca y sin participar en ningún chisme. Extraña con su ropa intemporal de color negro. Asistía a misa todos los días frunciendo el ceño con los sermones del sacerdote.

Padre —dijo una vez en el confesionario— me acuso de criticarlo, extraño el fuego eterno, el infierno, las almas arrojadas al hirviente aceite de los pecados... era tan bonito oírlo, tan tranquilizador saber que nunca me iba a ocurrir, ahora habla de perdonar, de comprensión. Padre ¿Dios se ablandó?


Jorge, el niño, nunca salía de casa. Su universo eran siete cuartos, un desván, tres roperos, el baño, la cocina, un ridículo sótano que era sólo un cuarto subterráneo y la biblioteca. Los techos de vigas eran su cielo, la oscuridad y las penumbras su sol. Estaba bien alimentado, bien vestido, bien cuidado. No era una víctima. Su abuela no era siniestra y sus charlas tranquilas y lentas de muerte, fuego celestial, castigos eternos y demás no influían en la imaginación del niño.

En la noche no había preguntas, aceptaba el lejano rumor del tráfico, el esporádico retumbar de un avión, como aceptaba el rechinar de la madera y el áspero roncar de la anciana.

Sabía leer. La Biblia. El Corán. El Talmud. Creía en ello como en John Carter y Tarzán. Realidades fuera de su realidad. Pellucidar estaba ahí, bajo sus pies. El Reino Subterráneo era cierto, pero él estaba arriba y si alguien narrara su vida nadie iba a creerla. El Necronomicón.

La Abuela despreciaba la biblioteca. Tonterías, juegos de niños. Jorge leía y eso era bueno. Una molestia menos.

Una noche la abuela oyó el sonido rítmico, la respiración afanosa de Jorge, el jadeo y la exhalación. Al día siguiente mandó al niño a lavar sus sábanas. La vida seguía su curso. Tenía que llegar el momento.

La anciana no ignoraba que, después, vendrían los cambios, las dudas, el ansia, la despedida, el abandono, los bisnietos, la muerte. Bien, que vinieran.

Pero observaba a Jorge como queriendo retenerlo, intentando grabar en su mente todos sus movimientos. Por él abrió las ventanas. Jorge se asomó al mundo exterior y, la verdad, no era la gran cosa. Escenario. Nada más.

Einstein y sus fórmulas fueron descifrados un día de tantos mientras el Necronomicón era abandonado por aburrido. Día a día, noche a noche, el sonido rítmico. El jadeo. La exhalación.

La abuela lo sentó en sus rodillas sintiendo un peso mayor a sus fuerzas y le contó lo que ella sabía del sexo. No mucho, sólo que el hombre penetraba a las mujeres, como ella — pero más jóvenes — y dejaba en su interior un niño. Jorge no le vio nada interesante al asunto. Debía salir y conseguir una mujer, y hablarle, y hacerle el amor y vivir con ella, todo para tener un niño que él no quería. Jorge sonrió. Otro día, tal vez.


La Vera Historia de los Bolcanes desplazó, poco después, a Einstein. Martín Díaz hablaba de historias diferentes a la historia. Jorge imaginó una vida distinta a su vida. Terrible, por cierto, horrible perspectiva. Fascinante.

Drake y la astronomía, Hiller-Mosloveck y las matemáticas, Du Bois y las paradojas. Quiromancia y Alquimia. El moderno Prometeo y las viejas leyendas. Noches árabes y Rimas Profanas. Las alternativas, los universos paralelos, las existencias diferentes ya eran una realidad. Una vida diferente a su vida, un Jorge diferente a él mismo. Una casa distinta a esa casa.

¿Qué clase de arañas habrían a sus rincones? ¿Qué ratones vivirían tras los muros? ¿Qué historias contarían las abuelas?

Fue cosa de un instante unir la especulación con los experimentos, las velas negras y conjuros a las fórmulas matemáticas y los vectores de fuerza. Martín Díaz y la arquitectura de los mayas, El Necronomicón y sus conjuros matemáticos.

Jorge, el niño, estaba feliz.

La abuela no. Ya no. Algo estaba pasando. Algo que se alejaba de los rieles de la rutina, algo contra el paso de los días. No le preocupó que un día no amaneciera, que una noche pertinaz se distribuyera por toda la casa, ni escuchar los sonidos de seres al otro lado del tiempo. Jorge le hablaba de sus proyectos, puso sobre la mesa un ser inmundo que no podía ser muerto, le regaló un collar que murmuraba el mar. Pero no mencionaba a las mujeres, ninguna llegó a casa, no escapó en busca de una, no quería más compañía que la de los libros y la del estúpido sótano que no lo era.

Una vida diferente a su vida, decía el niño. Y la abuela temblaba, temiendo. La iglesia ya no era una ayuda, ya no era una fuerza capaz de arremeter contra temores, contra la conciencia de que Jorge se alejaba, que ya no era suyo, que su cauce le era ajeno. Lloró sin saber por qué. Sintió perdido a Jorge cuando aún lo tenía ahí.

Y, una noche, el niño desapareció.

La abuela despertó gritando en sueños y no escuchó nada. La casa había callado. El vacío perfecto que sólo conocen los que mueren en una explosión. Pero ella no murió, no mucho, en realidad. Simplemente lo justo al recorrer toda la casa sin encontrar a nadie, nada. Al bajar al sótano y ver los libros destruidos, los muebles deshechos, un caudal de destrucción que, al parecer, giró sobre sí mismo tomando como centro un círculo pintando en el suelo, borrando sus letras y grifos.

Jorge no se había ido en busca de una mujer, Jorge había huido. Ella estaba sola.

Días. Nostalgias. La pequeña muerte de la sustancia. La abuela cayó en cama. Moría por partes, alucinaba silencios.

La última noche escuchó un ruido, un estruendo increíble, como si, desde el sótano, algo fuera vomitado violentamente.

— Jorge —graznó—, mi niño.

Pero no pudo levantarse. Escuchó los pasos familiares, la puerta abrirse, el aura de su nieto. Ella veía el techo, incapaz de moverse, sintió el peso que subía a la cama, las manos que recorrían su cuerpo, el respirar afanoso que antes sólo escuchaba de lejos, ahora junto a su oído. Sentía que algo pasaba en su interior, que algo avanzaba dentro de su cuerpo. Quiso gritar, alejarlo, pero no podía. Miró la cara frente a la suya. Era Jorge, su niño. Y no lo era. Era un Jorge distinto a su Jorge. Un humano que no era humano. Un ser diferente, una realidad alternativa. Alguien que devoraba su interior, que se nutría de su carne. Un ser de piel tibia y caricias lentas, ella sintió que el tiempo volvía atrás, que terminaba es ese instante. Fue una jovencita atrapada en el orgasmo, la anciana en el límite de la muerte. Las dos una, unidas a Jorge que ya no era un niño, que no era nada conocido más que placer y muerte. Jorge exhaló su aliento, jadeante y sobre la cama deshecha no había otra cosa que él, sólo cenizas, un aroma acre en el ambiente.

Silencio.

Jorge había buscado una mujer, después de todo.

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