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20.7.09

La teoría de la hamburguesa

©1998, Bernardo Fernández |

Advertencia a manera de prefacio:

Esta ponencia parte de un silogismo y una cita; no pasa de ser la reflexión de un lector que incidentalmente escribe ciencia ficción, por lo que el ponente debe hacer dos aclaraciones preliminares: (1) No cree en la existencia de la neta, por lo que no pretende ser portador de la misma y (2) Por lo establecido en la advertencia número uno, no busca ofender a nadie, por lo que no acepta reclamaciones (y básicamente le vale madre si las hay).

Primero el silogismo, y perdonen lo burdo que es, pero ayuda para los fines de esta plática:
"Si la literatura es el alimento del espíritu, entonces se puede establecer un parangón entre el valor literario de una obra y el valor nutricional de un alimento, aplicando el mismo criterio para determinar ambos", ¿okey?.

Ahora, la cita:

Stephen King declaró: "Soy el equivalente literario de una Big Mac", y aunque se arrepintió de haberlo dicho en el instante mismo que dijo la última palabra de la frase, nos cae de perlas para exponer la teoría de la hamburguesa, que sin más preámbulos postula como axioma:
"Escribir géneros es a la gran literatura lo que cocinar hamburguesas a la alta cocina".
No está de más acotar que la palabra literatura viene del griego littera, que significa "letra", y que se refiere a lo que está escrito y que por lo tanto se lee. Pero no entraré en la complicación de definir qué es literatura y que no, ni en discutir si la ciencia ficción en particular y los géneros en general son literatura; la respuesta, me parece, es evidente. Aunque los grandes chefs jamás cocinen hamburguesas no significa que nunca las coman.

Ahora les pediré que imaginen a la peor de las hamburguesas, una masa amorfa y grasosa de soya y carne molida (popular), frita en grasas saturadas, con un trozo de plástico amarillo mal llamado queso americano derretido encima, envuelta en un omnipresente bimbollo, salpicada de hojas de lechuga en el umbral de la putrefacción y ahogada en litros de mostaza y catsup de esa con la que se pueden pulir botones de metal. ¿Qué es lo que tenemos?. "El vikingo espacial", ni más ni menos (juro que hay una novela llamada así).

En esta categoría de hamburguesas podemos guardar toda clase de subproductos, que de ciencia ficción tienen sólo los elementos periféricos. Puro adorno, lo que David Pringle, tomando el término de J. Forrest Ackerman, llama Sci-Fi: ciencia ficción basura.

Los ejemplos abundan, todos los conocemos, tanto en libros como en películas y comics, y si aplicáramos a priori la ley de Sturgeon, el 90% de la ciencia ficción que se produce cae en esta clasificación. Pero en este caso no aplicaremos tal ley, ya regresaré sobre ello más adelante.
Pero se debe decir a favor de estas hamburguesas que si bien su valor nutritivo es nulo, es muy divertido consumirlas, y el que esté libre de pecado que lance el primer libro de Christopher Domínguez. Es lo que podríamos llamar el síndrome del Gansito Marinela: se le ataca por no ser alimento, pero nunca pretendió serlo.

A esta clasificación corresponde todo aquello que, al igual que su equivalente en hamburguesa, después de ser ingeridas o leídas, no aportan nada de provecho al consumidor, es decir, su valor nutricional es nulo.

En el extremo contrario de la clasificación hamburgueseril nos hallamos con una hamburguesa hecha de carne magra de primera, quizá cocinada al carbón para evitar freírla, aderezada con lechuga y jitomates frescos, todo ello envuelta en una hogaza de pan integral. 100 por ciento nutritiva, pero de alguna manera parece faltarle algo, carece del swing de sus contrapartes chatarreras. A esta clasificación pertenece el total de la ciencia ficción rusa, por ejemplo, y los más radicales exponentes de la llamada ciencia ficción dura: Arthur C, Clarke, Isaac Asimov, Larry Niven y Fred Hoyle, por dar sólo unos ejemplos (y de nuevo, quien no se haya saltado quince páginas de Mundo anillo buscando más historia y menos clases de ingeniería, que lance la primera piedra).

Ojo, no estoy diciendo que sean malos escritores, o aburridos, me refiero simplemente a que a veces resultan muy áridos; caen en lo árido, eso sí, con un alto nivel nutricional.
En este punto surge la pregunta obligada que todo consumidor de hamburguesas debe tener bailoteando entre sus neuronas: "Bueno, pero, ¿Hay acaso un punto intermedio entre la comida-chatarra-pero-divertida y la nutritiva-pero-aburrida?

Aquí es donde se retoma la famosa ley de Sturgeon, pero sólo para su refutación. La ciencia ficción a la hora de las estadísticas, como casi todo en este planeta, tiene forma de campana. Campana de Gauss.

Y si me están siguiendo en la analogía del fast food, quizá ahora estén pensando, como yo, en el nombre de la empresa que sirve más hamburguesas diariamente. Ésa, la de la M amarilla.
La mayor parte de la ciencia ficción que se escribe, edita y lee en el mundo es como los productos de esa empresa transnacional: bien hechas, con un alto control de calidad y nivel de factura, un sabor agradable y sin embargo, si no se consume cinco minutos después de cocinada, pierde toda su gracia y sabe a plástico, además que después de comerse, la aportación al consumidor es apenas un poco más que mínima.

Ciencia ficción McDonald's.

No daré nombres de autores. No son los que llegan a la cabeza inmediatamente después de que alguien dice "ciencia ficción". Ni siquiera son los segundos, sino los terceros. Buenos narradores, pero con poca originalidad. Vale la pena leerlos, pero nuestras vidas no cambiarán en nada si no lo hacemos. Y jamás, entre ninguno de esos autores hallaremos a un revolucionario estilístico o temático.

Afortunadamente para todo consumidor de ciencia ficción, siempre habrá un lugar como Chazz. Una cadena mucho más pequeña, por lo tanto de acceso más limitado, aunque no imposible, donde las hamburguesas son mucho mejores que en los McDonald's, Burger Kings o Whattaburguers. No son la opción más nutritiva que pueda cualquier persona elegir, pero son bastante mejor alternativa que las hamburguesas de carrito. Parecieran tener lo mejor de dos mundos. Phillip K. Dick, Ray Bradbury, Harlan Ellison, Philip José Farmer, William Gibson, Bruce Sterling, Greg Bear, Rudy Rucker, Octavia Butler y Jack Womack son algunos de esos autores, para nombrar sólo algunos. Cada quien tendrá su propia lista, sin duda. Es la ciencia ficción que va siempre un poco más allá (o un mucho, como en el caso de William Burroughs, J.G. Ballard y Kurt Vonnegut, cuya obra a mi parecer ha logrado trascender la etiqueta de género para instalarse entre los autores contemporáneos más importantes del inglés).

Desde luego, la teoría de la hamburguesa ofrece matices intermedios entre las tres categorías anteriores. Un ejemplo de ello es por ejemplo, la hamburguesa de soya: parece hamburguesa, huele como hamburguesa y en el mejor de los casos sabrá como una. Pero no lo es, se trata del vehículo mimético de otro tipo de ideas extraliterarias. Doy casos: Joanna Russ que escribe catecismos feministas disfrazados de novelas de ciencia ficción, y L. Ron Hubbard, de quien hay poco que comentar.

O el caso de la ciencia ficción mexicana, que por momentos es una hamburguesa de carrito inundada en salsa chipotle, como lo que se ha dado en llamar nopal fiction.

Y sin embargo, ninguna de las categorías anteriores demerita a la obra por sí misma. La ciencia ficción, como el resto de los géneros, en una literatura de consumo (idealmente) masivo. Escribimos para ser leídos, y no para refugiarnos en el exclusivo panteón de los intelectuales exquisitos. El problema es que el mercado editorial de nuestro país es tan pequeño que, dentro de esta analogía, los críticos pretenden evaluar las hamburguesas con los mismos criterios con los que se clasifica, por ejemplo, un mole poblano, o una pierna de carnero a la menta. Sencillamente, son cosas diferentes, pero no por ello somos menos alimento para el intelecto.
Sólo somos el más divertido.

Lo anterior es un intento lúdico de clasificar nuestro quehacer narrativo, y no pretende de ningún modo establecerse como neta universal. Como toda buena teoría, es rebatible, perfectible y desde luego susceptible de ser superada. Nada menos en este momento trabajo en establecer un paralelismo entre ciertos escritores de ciencia ficción y cantantes o grupos de rock, en relación al impacto de su obra en el género. Así, tendíamos que Julio Verne equivale a los bluesmen precursores del rock and roll, H.G. Wells sería una especie de Buddy Holly, Isaac Asimov el Elvis Presley, Ray Bradbury sería Bob Dylan, Philip K. Dick equivaldría a los Beatles, Harlan Ellison a los Rolling Stones, William Gibson a los Sex Pistols, y así por el estilo.

12.7.09

Índice Langosteca V-1.0.1

El Holocausto Pasivo
Langosteca

Cuento
  • Mundo Blanco de José Luis Zárate Herrera. Cuento merecedor de una Mención Honorífica en el Primer Premio Nacional "Puebla" de Cuento de Ciencia Ficción, que aborda precisamente el tema del fin del mundo.
Wallpapers
Archivo Semi-Muerto
  • Premios Puebla por La Langosta Se Ha Posado. Lista de ganadores hasta 1998. En cuanto sea posible conseguir los datos precisos, la actualizaremos.
  • Premios Kalpa por La Langosta Se Ha Posado. Lista actualizada hasta 1998. También publicada en la versión WEB.
  • Cyberpunk Mexicano por La Langosta Se Ha Posado. Listas que ya aparecieron, mucho tiempo atrás en la versión WEB.. Segunda entrega semanal de diez.

MUNDO BLANCO

©1984, José Luis Zárate |

Si hubiese un ser vivo en la Luna podría ver en ese instante el despuntar del mundo blanco, pero nadie miraba al planeta y su nieve gris, que ahora —y después de mucho tiempo— empezaba a derretirse.
La Luna estaba sola, tranquila y muerta, con sus mares y cráteres silenciosos, vacía como siempre hasta el final de los tiempos, en ella sólo brilló la vida durante un tiempo tan corto e insignificante como un sueño que se ha desvanecido, apagada su luz por la muerte.
Aún era posible ver el lugar que cobijó esa llama (insignificante y perecedera ante la noche eterna de la Luna).
Era el inicio de una ciudad lunar, la que, tal vez, no compartiría el destino de las demás ciudades del planeta, de ese mundo blanco que brillaba sobre las ruinas.
Si un humano con recuerdos perdidos vagara, de alguna forma, por el abortado proyecto, es posible que pensara en los armazones grises recortados contra el cielo negro como esqueletos de enormes dinosaurios muertos, imponentes, majestuosos, pero vacíos, inútiles ya.
No pudiendo —posiblemente— soportar la vista de esos sueños rotos, huyendo de ellos, les daría la espalda. Pudiera ser que en ese instante viera al vehículo gigante, que tiempo atrás albergara la vida de los constructores.
Encaminaría sus pasos, solitarios y eternos en el polvo lunar, hacia allá; fingiendo no ver las huellas del tiempo en el transporte, un tiempo que deja su marca de forma diferente, cambiando los brillantes colores por un blanco enfermizo, lechoso, turbio, resultado de miles de días de sol hirviente sin una atmósfera que lo atenuara.
Los hombres miraron ese sol que, ahora, cocía una y otra vez, desde que el sistema de enfriamiento se agotó, sus cuerpos. El oxígeno en ese espacio cerrado herméticamente se conservaba y las bacterias, encargadas de ese trabajo, descompusieron los cadáveres, impedidas por el frío de la noche solar, ayudadas por el Sol. Incluso ahí, en la Luna, las formas del hombre se habían perdido.
Si alguien pudiera abarcar el satélite con la vista, miles de vehículos blancos le hablarían de la idea de tanta muerte inútil e innecesaria.
Pero podría haber vida; si él tuviera optimismo y esperanza tal vez buscara aún en la Luna, vagando por los helados paisajes (fríos, sin nieve) lejos de la Ciudad y sus muertos.
Brillando ante el resplandor del mundo suspendido sobre ellos estaban los laboratorios lunares y sus espacios para 20 personas; uno de ellos vibraba mandando señales radiales a quienes pudiesen oírlas en un idioma olvidado, perdido, destruido.
Si él, el Visitante (humano o no), entrase, encontraría una máquina impulsada por energía solar transmitiendo la señal mientras sus partes resistieran.
El Visitante podría apagarla o no, considerando que era un recuerdo de la voz del hombre, pero también de su soledad.
—Base Lunar a Tierra, a quien escuche, contesten, necesitamos ayuda, el correo Tierra-Luna no ha llegado, nuestras provisiones se acaban, el laboratorio hidropónico no funcionará mucho tiempo si no llegan las piezas que el correo traía, repito, a quien escuche, aquí, Base Lunar a Tierra, a quien escuche...
La voz de un técnico asustado, cuyo nerviosismo y miedo se plasmaban en su hablar, sobreviviendo a su muerte, clamando sin respuesta.
Las señales esparcidas por el lugar harían fácil al Visitante imaginar lo que fueron esos días en la Luna.
Un reporte en una libreta del laboratorio:

Día 6, 1030 Horas (meridiano terrestre W) HOY ESTALLÓ LA GUERRA EN EL PLANETA

Un diario, un recorte, líneas escritas de diferentes personas:
"Vimos al Presidente hablar unos segundos antes, intentando ocultarnos con su calma y sonrisa a la muerte desatada..."
"... fue un resplandor en el planeta, majestuoso; una vez, hace tiempo, vi arder una ciudad, en el horizonte el fuego se alzaba hacia las nubes confundiéndose con el cielo, ahora fue igual, sólo que las llamas cubrieron la Tierra."
"Pensé que cuanto esto pasara el mundo volaría en mil pedazos, pero no fue así, después de todo no somos tan importantes."
O tal vez descubriera los mensajes que nunca se transmitieron, pues todo el espacio radial estaba ocupado por el mensaje que nadie escuchó.
"Papá, espero que estés bien... ¿Por qué no viniste conmigo, papá? ¿Estás bien? ¿Estás?"
"Esta será la última transmisión, Juan, y aunque nunca escuches el mensaje no importa, pronto estaremos reunidos de nuevo, en cuanto cierre el oxígeno..."
No había nada más que hacer ahí, sólo —tal vez— una visita a la granja hidropónica y a sus anaqueles y canales vacíos, sus tinajas llenas de plantas muertas, destruidas por la falta de piezas que nunca llegaron de la Tierra.
El Visitante podría dirigirse a la Estación Orbital, pero su historia era la misma, como la Luna murió poco después que su mundo de origen pues ninguna logró romper a tiempo la cadena que las unía con el planeta.
De haber venido tiempo atrás, cuando el mundo no era blanco, sino gris, negro, oscuro por los restos de la destrucción, posiblemente se habría encontrado con el satélite VS-4 y su destino.
El satélite despegó tres horas antes del fin, antes de que — desde mil puntos diferentes — los misiles levantaran el vuelo. Mientras los astronautas cumplían sus tareas, las cabezas nucleares llegaron a su destino, esparciéndose por toda la superficie. Un último mensaje alertó a los dos hombres que desde una órbita estable vieron las explosiones, después del resplandor nuclear el planeta se cubrió de un manto gris, ocultando parcialmente los grandes incendios que brillaban allá abajo, esas llamas fueron una vez Nueva York, éstas México, pero pronto el manto se volvió negro y la Tierra desapareció para siempre de su vista.
Mientras, los instrumentos captaban no las tormentas solares que debían registrar, sino las radiaciones difundidas por las explosiones; dieron la vuelta una vez más al planeta antes de reaccionar, antes de entender qué les pasaría al satélite VS-4 y a ellos mismos: el aparato que orbitaba la Tierra tenía como misión registrar las perturbaciones solares durante 43 días y después regresar.
Regresar.
¿A qué? Si no quedaba nada. ¿A un mar contaminado, gris por efecto del hollín que un millón de incendios arrojaban? ¿A las olas oscuras, pues no había ningún barco para rescatarlos? ¿Al mar que agonizaba, cuyas criaturas empezaban a morir? ¿A eso?
Sí, a eso. La secuencia de su órbita, programada cuidadosamente por las computadoras era ineludible, después de 43 días caerían. Al mar, a la muerte.
Todos los sistemas vitales funcionaban, tenían alimento y aire de sobra para ese tiempo, faltaba saber si había voluntad para vivirlo.
Uno de ellos tomó el micrófono del radio:
— Control de Misión, aquí VS-4, Control de Misión, aquí Vigilancia Solar Cuatro, respondan...
Era en vano y lo sabía, la atmósfera de la Tierra, drásticamente cambiada por las explosiones nucleares, rechazaba la señal de radio, ocultando, a su vez, las originadas desde la superficie.
El mundo calló, las mil transmisiones en los cientos de idiomas callaron, todo calló.
El día 43 dio paso al 42, y al 41, y los hombres no sabían qué hacer, comían juntos, sin hablar, sin verse a las caras y luego cada uno iba a su cubículo y simplemente miraba las paredes de metal y recordaba.
Tal vez las luces de las ciudades quemadas, o los cielos ahora negros, cualquier cosa ya muerta, tal vez su destino.
Cuando empezó el día 40 uno de ellos logró romper el silencio que los había atrapado desde que mandaron el mensaje inútil.
—Creo —dijo— que debemos hacer algo.
—Imposible, la órbita...
—Olvida la órbita, no hablo de nosotros.
—¿De quién, entonces? Nada podemos hacer por la Tierra.
—Hay algo.
—¿Qué?
—Recordarla.
El satélite VS-4 llevaba en su interior cuatro Boyas Espaciales provistas de pequeños cohetes de plasma para situarlas en órbitas más altas y estables. Caerían a la Tierra, pero después de cientos de años, tal vez miles antes de que ocurriera. Habían sido diseñadas para marcar un punto espacial encima de un país ya borrado, para guiar instrumentos de precisión y guerra. Ahora podían servir para otro fin.
Turnándose, los dos hombres modificaron las esferas, vaciándolas en su mayor parte para hacer sitio a las cintas y películas.
—En estas esferas está la Tierra.
El otro sonrió.
—Pues bauticémoslas así —poniendo la mano encima de una, dijo ceremoniosamente— : Te llamo Tierra I, y a ti Tierra II, y a ti III, y a ti IV. ¿Qué te parece?
—Muy original.
Y los dos rieron y ninguno le dio importancia a que era el día tres.
Vieron partir las esferas con algo de tristeza, pues ahí, almacenados en la memoria magnética de las cintas, estaban sus recuerdos. Durante 37 días grabaron su visión de lo que fuera la Tierra.
—Y había bosques, pocos, es verdad, pero suficientes para verlos al menos una vez. Los altos árboles custodiaban el camino, enormes y silenciosos, escuchando el viento en sus hojas, el forastero que los toca... en ellos, en esos bosques perdidos, la vida era como el agua que los atravesaba, cambiante y siempre la misma...
—En cierta forma el mar...
—Los gatos compartieron nuestras vidas en la casa donde crecí, mirándonos con sus caras tristes y serias y mi padre acostumbraba decir...
Y por fin llegó el día uno, al siguiente regresarían a la Tierra, pero decidieron no llegar a ella; la nave tenía unos impulsores de plasma para hacer correcciones de posición; no se había realizado ningún cambio, así que los depósitos estaban llenos y cuando llegara el momento del reingreso cambiarían el curso del satélite; en vez de cruzar la atmósfera en la segura trayectoria planeada iban a entrar en un ángulo diferente.
Y durante un segundo una estrella fugaz cruzaría las densas nubes de hollín.
Pero hace mucho tiempo que el satélite VS-4 regresó al planeta, todavía están en órbita los recuerdos, los mundos del I al IV, pero es posible que el Visitante los pase de largo, hechizado por la Tierra a la que ahora se dirige.
El hollín se depositó hace años, pero mientras estaba en lo alto rechazó la luz del día, convirtiendo la superficie en un largo invierno. Ante esto, los incendios duraron comparativamente poco, la vida aún latió unos instantes antes de que la temperatura empezara a bajar.
Las plantas y animales murieron, ante el Invierno Nuclear ninguno sobrevivió.
Los hombres que escaparon de la conflagración nuclear murieron por el frío.
El mar, en su eterno movimiento, no se heló, ni su superficie fue un manto delgado de escarcha, pero su temperatura descendió, matando a las especies que no lograron adaptarse, eso sin contar que incluso en las profundidades oceánicas la radiación seguía cobrando víctimas.
Así pues del mar era imposible que volviera a surgir la vida, porque no existía ni siquiera ahí.
El clima siguió un ritmo anormal y terrible; grandes tormentas de nieve arrasaron los continentes, las ruinas humeantes fueron lavadas por la nieve, el granizo, el frío.
En algún lugar, en algún refugio, los hombres vivieron agazapados unos años más.
Los niños olvidaron la Tierra, recordaban en cambio los muros de acero, los ecos metálicos de sus juegos, las caras tristes de los adultos; vivieron sus pocos años sin recordar los cielos azules, sin ver siquiera la nieve blanca que al fin los destruyó.
Un día los aparatos se detuvieron en la oscuridad, agotados, y el frío intenso sorprendió a todos en la noche, el aire se enrareció y en medio de la oscuridad sus vidas se extinguieron, pasando de los sueños a la pesadilla de la muerte.
En unos pocos sitios hay papeles intactos, llenos de petulante patriotismo e ideas insensatas que llevaron a la guerra. Ahora no significaban nada, no dicen nada, porque nadie los leerá jamás, ni siquiera el Visitante.
El mundo ahora es blanco; no lo será por mucho tiempo, pues el sol derrite la nieve y dejará a la Tierra como estaba antes de la tormenta.
El planeta no sufrió grandes daños, todos los arsenales nucleares no lograron hacer mella en él, únicamente borraron la vida que ocupaba una mísera fracción de su totalidad.
El clima no muere, al igual que el mar, ahí están como también las nubes que corren por el cielo y las lluvias suaves; sólo es la vida lo que termina.
Y cuando pase un año, el mundo blanco ya no lo será, como una vez dejó de ser la Tierra, pues todo en él, aparte de su masa de roca eterna, es perecedero, frágil, y se desvanece como los sueños.
Como la nieve entre las ruinas.
Y, como recuerdo, no hay más que cuatro esferas que no tardarán en caer al planeta.
Y si el Visitante es sensato abandonará la Tierra, dejándola, como a la Luna, con sus muertos y sus sueños rotos.

11.7.09

La Original Primera Portada

Según lo prometido, aquí está la original portada; esa que usaramos antes del cambio de template. Otra vez, sólo aparece en formato de 1280 x 800 (como siempre, basta darle click a la imagen para obtenerla en tamaño completo), es decir, para laptop. Trataremos, para el siguiente número, de ofrecer más resoluciones.

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