Langosteca
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2.11.09

Alrededor de la Muerte

©1997, Gerardo Horacio Porcayo |


Sus oscuras mansiones, volvió a pensar. A imaginarlas con detalle. Centrando toda su energía en la ensoñación.
    Tratando de construirlas.
    Abrió sus ojos y la decepción circuló por sus venas.
    Tanto desear la muerte. Tanto convivir con ella. Su vida había sido un acto de seducción total. Elegir caminos, carrera, rutas citadinas, el mismo vehículo. Todo estructurado como un gran poema. Como una plegaria diaria.
    Tanto rezarle, leer sobre ella. Y lo único que obtenía era este falso paraíso, este falso edén que de vez en cuando crepitaba en pixeles, que dejaba translucir el mundo fantasmagórico en que se había transformado la realidad.
    Enfermeras. Techos ascépticos, superponiéndose a esa larga estepa, a los remansos del río donde bestias mitológicas abrevaban junto a sus compañeros. Humanos pulcros, desnudos, bellos. Aunque en vida hubieran carecido de esos atributos estéticos.
    Cursi, hubiera dicho, de no ser por las transparencias del mundo palpable.
    Habían crecido. En este día, en este corto lapso de tiempo bajo un sol omnisciente, incansable, incronometrable; las filtraciones ya sumaban seis.
    Una formación de ángeles cruzó el firmamento, sobre la enfermera que se movía afanosa, alrededor de él.
    Quizá la planta de energía estaba agotándose, muriendo.
    Trató de imaginar lo que sucedía en el exterior. México estaba al borde de la guerra civil, cuando su sandsurf perdiera estabilidad y lo llevara en colisión directa contra la escarpa rocosa.
    Su última carrera. Un seguro millonario, manteniéndolo bajo ese entorno virtual, mientras los grupos subversivos quizá dinamitaban todo el país...
    Quizá... Y fue un pensamiento alegre. Eso lo sacaría de su estúpido estado vegetativo. Lo conduciría finalmente a las mansiones oscuras. A esos parajes de árboles muertos, castillos derruidos, bajo claros de luna estragados, rotos.
    La membrana virtual volvió a recuperar consistencia.
    —Te amo, hermano —dijo Laura Grant, ofreciéndole frutos, su mismo cuerpo.
    —Gracias, no tengo hambre —estaba harto de aquellas manifestaciones, de la idiota programación de realidad virtual que dejaba a la vista huecos tan grandes, tan perceptibles. Laura había caido una semana antes que él. De sobredosis, en un hotel de Las Vegas, como correspondía a su figura de actriz cotizada.
    El sol parpadeó en ese instante. No había otra forma de describirlo. Quizá era semejante a un foco que duda entre apagarse o permanecer encendido.
    Tonos variando. Miedo. Los ángeles oteando en el horizonte, desorientados.
    Un unicornio cayendo en el abrevadero. Sus carnes mutando, volviéndose rojizas, como la iluminación. Dos cuernos emergiendo a los costados del original, curvándose sobre él.
    Un par de piernas extra, ayudándole a incorporarse, a embestir a los humanos.
    —Refúgiense —los ángeles gritaban alterados, urgiendo a sus compañeros a la retirada.
    Laura no dudó un instante, se unió a la estampida, buscando la espesura de los árboles, la seguridad inerme de las cabañas.
    La clave alcanzó su cerebro en un instante.
    Virus. Quizá intrusión terrorista, apoderándose de las computadoras, anulando el sistema de defensa de aquel edificio inteligente.
    —Esta es tu oportunidad —dijo. Aquello era producto de la interfase, de nada más, una voz de alarma que los aislaría de posibles daños.
    Corrió, de cara al transformado unicornio. La bestia no se detuvo.
    Dolor. Los tres cuernos penetrando su carne, estragando su vientre... Y dolor real. Las viejas heridas volvían a estar en su lugar.
    Se sintió arrojado por los aires, atrapado por los brazos marmóreos de un ángel.
    —Demasiado tarde —se burló.
    Su mente ennegreciéndose, transformándose en túnel. Oscuro, doliente.
    Gemidos, levantándose de la tierra, mientras la tocaba, buscaba la senda.
    Y allí estaba todo. Arbustos secos y espinosos. Enormes rocas de silueta retorcida... y la atmósfera: una tristeza concentrada, un claro oscuro perpetuo. El dolor...
    Pero había algo más. Extraño, demasiado familiar.
    Sueños colados, parajes imaginados.
    —Esto no es la muerte —bufó—. Malditos, lo están volviendo a hacer, reprogramaron esta porquería.
    Sintió el tacto de dedos descarnados presionando su hombro. Giró, sabiendo lo que iba a encontrar.
    No hubo decepción.
    La estampa de la parca era una copia extraida de cintas fílmicas, de la tradición mortuoria universal. Ni un dejo de originalidad. Ahí estaba su rostro calavérico, su sonrisa de dientes astillados y resecos.
    —No sabes cuánto he luchado por éste momento —dijo el esqueleto encapuchado—. Sólo tengo segundos... Un mensaje, una forma de agradecerte tu pasión por mí... Hace mucho que dejaste mis dominios, mi transición... Estás en el lugar que te correspondía. Está incredulidad tuya es tu tortura, tu infierno.
    —Sí, claro. Por eso sabía exactamente lo que ibas a decir.
    —Lo sabías porque te lo dije, porque te advertí en el breve momento que teníamos para conocernos.
    —Por supuesto —se mofó, empezando a caminar.
    Un hombre cubierto por vendas se arrastraba rumbo a la muerte.
    —¿Lepra? —se preguntó— Ah, claro, ahora me van a poner con gente de otras épocas, para que deje de sospechar.
    —Un caso perdido —alcanzo a oir que decía el leproso a la muerte—. Jamás aceptará su condición.
    —Gracias, de cualquier manera —dijo la muerte y él creyó distinguir cómo desaparecía, sin aspavientos, sin mayores trámites.
    —Estúpidos progamadores —masculló—. Estúpido gobierno que no acepta la eutanasia.
    Y siguió buscando la verdadera senda, la ya recorrida, hacia la muerte.

Angelópolis.18.10.97. 00:04 Hrs.

1 comentario:

Carlos Wilson dijo...

Muy bueno, sentí ese hilo de pensamiento que irremediablemente tiene un solo sentido, el fin, la muerte.

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