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26.9.09

LIBERTAD 3 SUR


©1988, José Luis Zárate | 

Era una casa antigua, de paredes gruesas y jardines muertos en una calle en donde las puertas pesadas de chirrantes goznes eran muchas. Nada distinguía a la Libertad 3 Sur de las otras casas. Excepto un detalle siniestro: no tenía antena de televisión. Nunca se escuchaba música de radio en ese lugar. Nadie veía luces en la noche. Murmullos y chismes. Había un niño de 10, 12, 7, X años que no jugaba en el jardín ni gritaba ni hacía escándalo como otros niños. Una abuela arrugada, seca y silenciosa que iba al mandado sin sonreír nunca y sin participar en ningún chisme. Extraña con su ropa intemporal de color negro. Asistía a misa todos los días frunciendo el ceño con los sermones del sacerdote.

Padre —dijo una vez en el confesionario— me acuso de criticarlo, extraño el fuego eterno, el infierno, las almas arrojadas al hirviente aceite de los pecados... era tan bonito oírlo, tan tranquilizador saber que nunca me iba a ocurrir, ahora habla de perdonar, de comprensión. Padre ¿Dios se ablandó?


Jorge, el niño, nunca salía de casa. Su universo eran siete cuartos, un desván, tres roperos, el baño, la cocina, un ridículo sótano que era sólo un cuarto subterráneo y la biblioteca. Los techos de vigas eran su cielo, la oscuridad y las penumbras su sol. Estaba bien alimentado, bien vestido, bien cuidado. No era una víctima. Su abuela no era siniestra y sus charlas tranquilas y lentas de muerte, fuego celestial, castigos eternos y demás no influían en la imaginación del niño.

En la noche no había preguntas, aceptaba el lejano rumor del tráfico, el esporádico retumbar de un avión, como aceptaba el rechinar de la madera y el áspero roncar de la anciana.

Sabía leer. La Biblia. El Corán. El Talmud. Creía en ello como en John Carter y Tarzán. Realidades fuera de su realidad. Pellucidar estaba ahí, bajo sus pies. El Reino Subterráneo era cierto, pero él estaba arriba y si alguien narrara su vida nadie iba a creerla. El Necronomicón.

La Abuela despreciaba la biblioteca. Tonterías, juegos de niños. Jorge leía y eso era bueno. Una molestia menos.

Una noche la abuela oyó el sonido rítmico, la respiración afanosa de Jorge, el jadeo y la exhalación. Al día siguiente mandó al niño a lavar sus sábanas. La vida seguía su curso. Tenía que llegar el momento.

La anciana no ignoraba que, después, vendrían los cambios, las dudas, el ansia, la despedida, el abandono, los bisnietos, la muerte. Bien, que vinieran.

Pero observaba a Jorge como queriendo retenerlo, intentando grabar en su mente todos sus movimientos. Por él abrió las ventanas. Jorge se asomó al mundo exterior y, la verdad, no era la gran cosa. Escenario. Nada más.

Einstein y sus fórmulas fueron descifrados un día de tantos mientras el Necronomicón era abandonado por aburrido. Día a día, noche a noche, el sonido rítmico. El jadeo. La exhalación.

La abuela lo sentó en sus rodillas sintiendo un peso mayor a sus fuerzas y le contó lo que ella sabía del sexo. No mucho, sólo que el hombre penetraba a las mujeres, como ella — pero más jóvenes — y dejaba en su interior un niño. Jorge no le vio nada interesante al asunto. Debía salir y conseguir una mujer, y hablarle, y hacerle el amor y vivir con ella, todo para tener un niño que él no quería. Jorge sonrió. Otro día, tal vez.


La Vera Historia de los Bolcanes desplazó, poco después, a Einstein. Martín Díaz hablaba de historias diferentes a la historia. Jorge imaginó una vida distinta a su vida. Terrible, por cierto, horrible perspectiva. Fascinante.

Drake y la astronomía, Hiller-Mosloveck y las matemáticas, Du Bois y las paradojas. Quiromancia y Alquimia. El moderno Prometeo y las viejas leyendas. Noches árabes y Rimas Profanas. Las alternativas, los universos paralelos, las existencias diferentes ya eran una realidad. Una vida diferente a su vida, un Jorge diferente a él mismo. Una casa distinta a esa casa.

¿Qué clase de arañas habrían a sus rincones? ¿Qué ratones vivirían tras los muros? ¿Qué historias contarían las abuelas?

Fue cosa de un instante unir la especulación con los experimentos, las velas negras y conjuros a las fórmulas matemáticas y los vectores de fuerza. Martín Díaz y la arquitectura de los mayas, El Necronomicón y sus conjuros matemáticos.

Jorge, el niño, estaba feliz.

La abuela no. Ya no. Algo estaba pasando. Algo que se alejaba de los rieles de la rutina, algo contra el paso de los días. No le preocupó que un día no amaneciera, que una noche pertinaz se distribuyera por toda la casa, ni escuchar los sonidos de seres al otro lado del tiempo. Jorge le hablaba de sus proyectos, puso sobre la mesa un ser inmundo que no podía ser muerto, le regaló un collar que murmuraba el mar. Pero no mencionaba a las mujeres, ninguna llegó a casa, no escapó en busca de una, no quería más compañía que la de los libros y la del estúpido sótano que no lo era.

Una vida diferente a su vida, decía el niño. Y la abuela temblaba, temiendo. La iglesia ya no era una ayuda, ya no era una fuerza capaz de arremeter contra temores, contra la conciencia de que Jorge se alejaba, que ya no era suyo, que su cauce le era ajeno. Lloró sin saber por qué. Sintió perdido a Jorge cuando aún lo tenía ahí.

Y, una noche, el niño desapareció.

La abuela despertó gritando en sueños y no escuchó nada. La casa había callado. El vacío perfecto que sólo conocen los que mueren en una explosión. Pero ella no murió, no mucho, en realidad. Simplemente lo justo al recorrer toda la casa sin encontrar a nadie, nada. Al bajar al sótano y ver los libros destruidos, los muebles deshechos, un caudal de destrucción que, al parecer, giró sobre sí mismo tomando como centro un círculo pintando en el suelo, borrando sus letras y grifos.

Jorge no se había ido en busca de una mujer, Jorge había huido. Ella estaba sola.

Días. Nostalgias. La pequeña muerte de la sustancia. La abuela cayó en cama. Moría por partes, alucinaba silencios.

La última noche escuchó un ruido, un estruendo increíble, como si, desde el sótano, algo fuera vomitado violentamente.

— Jorge —graznó—, mi niño.

Pero no pudo levantarse. Escuchó los pasos familiares, la puerta abrirse, el aura de su nieto. Ella veía el techo, incapaz de moverse, sintió el peso que subía a la cama, las manos que recorrían su cuerpo, el respirar afanoso que antes sólo escuchaba de lejos, ahora junto a su oído. Sentía que algo pasaba en su interior, que algo avanzaba dentro de su cuerpo. Quiso gritar, alejarlo, pero no podía. Miró la cara frente a la suya. Era Jorge, su niño. Y no lo era. Era un Jorge distinto a su Jorge. Un humano que no era humano. Un ser diferente, una realidad alternativa. Alguien que devoraba su interior, que se nutría de su carne. Un ser de piel tibia y caricias lentas, ella sintió que el tiempo volvía atrás, que terminaba es ese instante. Fue una jovencita atrapada en el orgasmo, la anciana en el límite de la muerte. Las dos una, unidas a Jorge que ya no era un niño, que no era nada conocido más que placer y muerte. Jorge exhaló su aliento, jadeante y sobre la cama deshecha no había otra cosa que él, sólo cenizas, un aroma acre en el ambiente.

Silencio.

Jorge había buscado una mujer, después de todo.

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